LOS COLOCAOS. RELATO DE HUMOR

A veces un malentendido puede beneficiarnos sin haber hecho nada para merecerlo o nos puede castigar de forma injustificada. Así ocurrió en esta historia protagonizada por Mariano, un muchacho víctima de las escasas posibilidades que nuestra sociedad ofrece a los jóvenes, y doña Engracia, su madre, con la que vivía en una barriada a las afueras de la ciudad.

Una mañana, doña Engracia, tropezó en la calle con Fernandito, un amigo de infancia de su hijo.

─¡Hombre, Fernandito, buenos días! ¡Cuánto tiempo sin verte…!

─Buenos días, doña Engracia, lo mismo digo.

─Te veo muy bien. Parece que te sonríe la vida. ¿Ya te colocaste?

─Sí, esta misma mañana. Con su hijo.

─¿Con mi hijo, Mariano?

─Con su hijo Mariano.

─¡Bah! Eso no puede ser verdad. ¡Si mi Mariano lleva diez años sin colocarse!

─Pues ya lo ve, doña Engracia. Esta mañana se ha colocao.

─¡Qué alegría me das, hijo! Esta noche le voy a hacer un recibimiento que no va a olvidar. Ahora mismo voy al supermercado a comprar champán y una tarta.

─Vaya, vaya, doña Engracia, que la cosa es para celebrar.

─¡Y que lo digas! Era lo último que me esperaba de mi Mariano.

A la noche llegó Mariano a casa, y su madre le recibió con una actitud inhabitual, que extraño al muchacho.

─Hijo, ¿ya llegaste?

─Sí, madre. Aquí estoy.

─Ya me he enterado por Fernandito que esta mañana te has colocao.

─¡Ah!, sí, madre, pero le juro que ya estoy descolocao.

─¿Cómo que ya estás descolocao? ¡Pues sí que te ha durado a ti mucho tiempo el trabajo! ¡Yo que te había comprado una tarta y una botella de champán…!

─Pues devuélvalo, madre, porque de nuevo estoy descolocao. Es que me contrataron para cubrir una baja; pero la persona enferma se recuperó de improviso y me volvieron a descolocar.

─¡Si ya me extrañaba a mí que con el fundamento que tú tienes…! En fin, ¿¡qué se va a hacer!? Mañana devolveré todo esto al supermercado.

─Al día siguiente, doña Engracia, volvió a encontrarse con Fernandito camino del súper.

─¡Ay, Fernandito! ¡Dichosos los ojos que te ven! ¡Qué disgusto tengo! A mi hijo ayer mismo le echaron del trabajo. Seguro que tú sigues colocao.

─Si, señora Engracia. Yo sigo colocao, ¡no sabe usted cómo…!

─¡Ya podía aprender mi Mariano de ti…! A ver si le puedes volver a colocar, que tú tienes más fundamento que él.

─No se preocupe, que yo mañana, a su Mariano, le vuelvo a colocar.

─¿Seguro? ¡Es que no sé qué me dijo de un chico que estaba enfermo, pero que se recuperó a última hora…!

─No haga usted caso, doña Engracia. Déjelo de mi cuenta. Yo le aseguro que mañana su Mariano se vuelve a colocar conmigo.

─Muchas gracias, Fernandito. Tú sí que vales. Ojalá mi Mariano se pareciera, aunque solo fuera un poco, a ti.

─No se preocupe usted. Acabará pareciéndose.

Por la tarde, doña Engracia fue a la iglesia, como todos los días a esa hora, y en la puerta se tropezó con el padre Facundo.

─Buenos días, hija, ¿qué tal te encuentras hoy?

─Ay, padre, pues con un disgusto muy gordo. Resulta que mi hijo se colocó ayer con Fernandito, pero para la noche ya había perdido el trabajo. Su amigo me ha asegurado que mañana le vuelve a colocar, pero yo no sé qué pensar, porque de mi hijo ya no espero nada bueno.

─¿Con quién dices que se colocó?

─Con su amigo Fernandito.

─¿Con Fernandito, el hijo de la Benita?

─Con ese mismo, padre.

─¡Uy, hija! ¡Que me parece que ya sé por dónde van los tiros! Siéntate que te voy a explicar qué significa eso de colocarse para los jóvenes.

El padre Facundo explicó detalladamente a la buena de la señora Engracia todo lo que encerraba el término colocar en nuestros días, y al finalizar su exposición, añadió:

─Pero no se lo vayas a tomar muy en serio. Son cosas de los muchachos de hoy. No hay que darle más que su justa importancia, y tener un poco de paciencia.

─No, padre, no. Si colocarse es eso que usted dice, no son solo cosasde losmuchachos de hoy, que mi padre también llegaba todas las noches a casa bien colocao. Peroeste hijo mío se va a enterar.No sabelaque le espera cuandovengaacenar.

Mientras esto sucedía en la iglesia, Mariano recriminaba a su amigo en un banco de un parque:

─Pero ¿cómo le has podido decir a mi madre que me había colocao? Ella entendió que me había buscado un trabajo, y me preparó una fiesta de celebración; pero hoy ha tenido que devolver todo lo que compró. Me tuve que inventar una historia para desenmarañar el asunto. ¡Menuda gracia!

─Y aún no sabes lo más gracioso.

─Sí, ¿qué?

─Que hace unas horas la volví a ver y le dije que mañana te vuelvo a colocar.

─¿¡Qué me estás diciendo!? ¿¡Qué le has dicho, qué!? ¡Desgraciado! ¿¡Es que me quieres arruinar la vida!? Ahora tendré que buscarme un curro de verdad, si no, no me dejará ni dormir en casa.

─Ya pensé en eso. Escucha, sé de un chalet en el que buscan paseadores de perros. Pagan cuatrocientos euros al mes por pasearlos dos horas al día. Total, pasear es lo único que sueles hacer, o sea, que no te costará nada.

─Mira, pues a lo mejor no es tan mala idea. Eso arreglaría el problema con mi madre y, encima, me ganaría un dinerito; tan solo por pasear un par de horas con unos chuchos.

Minutos después, en los jardines del chalet, don Avelino, el dueño, le confirmaba a Mariano:

─Está usted quince días contratado a manera de prueba. Si pasados estos quince días estamos todos contentos, el trabajo es suyo, ¿de acuerdo? ─le propuso.

─De acuerdo, señor, no lo lamentarán, ni usted ni sus perros. Mañana a las once estoy aquí como un clavo.

─Menuda sorpresa que le voy a dar a mi madre esta noche cuando llegue y le diga que estoy colocao ─vaticinó entusiasmado Mariano a su amigo Fernandito.

─Mejor dile: «¡Madre, vengo colocao!». Pero así, bien fuerte y bien vocalizado: «¡Madre, vengo colocao!». Con el colo antes del cao.

─¿Y eso, por qué?

─Tú hazme caso a mí, que yo de esto entiendo. Son cuestiones semánticas que no comprenderías.

─Está bien, te haré caso: «¡Madre, vengo colocao!»,con el colo antes del cao. Estoy deseando que llegue ese momento.

─Por fin llegó la ansiada hora. Mariano introdujo la llave en la cerradura y la giró hacia la izquierda, empujando la puerta y accediendo posteriormente al interior de su domicilio.

─¡Madre, vengo colocao!, gritó nada más entrar, tal y como le había sugerido su amigo Fernandito.

─¡Ya te voy a dar yo a ti colocao! ─le sorprendió doña Engracia, arreándole un sopapo que sonó dos pisos más arriba.

─¡Pero, madre, si vengo colocao de verdad!, ¡con el colo antes del cao!

─¿¡Con el colo antes del cao!? Encima con cachondeo, ¡sinvergüenza!, ya vas a ver…

─Madre, deje el atizador en el fuego, que me va a hacer daño, ¡ay! ¡Por favor se lo pido!, ¡ay! ¡Socorro!

─¿Socorro? ¡Que sepas que ya don Facundo me ha explicado qué significa eso de estar colocao!

Que no, madre, que esta vez es de verdad, que lo otro ya pasó. Mañana tenía que ir a sacar a pasear a unos perros, pero ya no sé si podré ir, porque me ha descalabrado usted las piernas.

─Eso sí que no. Siendo así, tú vas a trabajar, aunque sea descalabrado; y los mamporros que te has llevado se los debes a don Facundo, que también se podía limitar a repartir hostias consagradas, y no a liar a la gente como me ha liado a mí.

─Sí, madre, pero a mí, no, que bastante con sangradas me las ha dado ya usted.

NOTA DEL AUTOR: No se explica cómo el sopapo que le dio doña Engracia a su hijo Mariano pudo sonar dos pisos más arriba, ya que residían en la última planta del inmueble. ¡Se oye cada cosa…!



¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar