TIEMPO DE CURSOS
Eran las ocho y media de una gélida mañana de finales de noviembre. Tres personas esperaban impacientemente en una parada de bus. Marisa, la de menos edad, era la que más preocupación mostraba. No cesaba de mirar con insistencia su reloj mientras mascullaba quejosamente entre dientes:
─¡Joder! ¡Que no llego, que no llego! ¡Dónde se habrá metido este autobús!
─¿Tienes prisa? ─le preguntó Ana Rosa, una esbelta mujer de cuarenta o cuarenta y cinco años, que parecía la más calmada ante el retraso del transporte público.
─¡Y que lo diga! A las nueve tengo un cursillo, al que no puedo faltar, de confección de paraguas con bolsas de plástico recicladas, y a continuación, a las diez y media, mis treinta minutos de mimetización con el reino animal, y otros treinta de ejercicios para potenciar la memoria. ¿Eran treinta o eran veinte? Ya no lo recuerdo muy bien.
─No te preocupes, si lo retrasas todo una hora, no creo que te suponga mayor inconveniente.
─¡Pero qué dice! ¡Claro que me supone! A las doce me tengo que trasladar a la otra punta de la ciudad, donde imparto un nuevo curso para aprender a analizar los semáforos nutricionales de Eroski. Seguidamente, debo volver a toda prisa a mi casa para comer, y después, por la tarde… ¡Bueno, ya ni le cuento cómo tengo de liada la tarde!
─Lo imagino.
─Es que ese mundo de los cursillos es una trampa para robarnos el tiempo y el dinero. Yo, el único curso que he hecho en toda mi vida fue uno de escalada ─intervino Eusebio, el hombre que completaba el trío de ciudadanos que aguardaban en la parada aquella fría mañana.
.─¿Hizo usted un curso de escalada? ─indagó Ana Rosa─. Eso sí que es interesante. ¿Y ascendió muchas montañas?
─No, señora. No ascendí ninguna montaña. Era un curso de escalada laboral, ya sabe, para ascender puestos en mi empresa.
─¡Perdone! Creí...
─No crea tan rápido. Como le dije, yo no creo en esos cursos. Ni en esos cursos ni en la publicidad. En cierta ocasión compré un perfume a través de un anuncio en una revista porque ofrecían dos al precio de uno, y como era de esperar, nada más que me llego uno.
─Pero esas cosas se reclaman.
─Y lo reclamé por teléfono. Me aseguraron que no había motivo de preocupación, que el problema era que mientras uno de los perfumes venía de Talavera de la Reina, el otro, que era originario de Asia, venía en un envío aparte desde China.
─Entiendo. Le llego el de Talavera, y el China, vaya usted a saber qué.
─Pues no. Me llegó el de China, y el de Talavera, vaya usted a saber qué.
´─Y tú ─continuó la mujer tratando de tranquilizar a la joven─, se ve que eres muy aficionada a los cursillos, ¿cuál te resultó más interesante.
─Pues fíjese. Yo creo que uno de cocina tailandesa que realicé hace unos cinco años, en el que aprendimos a cocinar pollo con patatas.
─¡Señorita! ─medió Eusebio─. Para guisar un pollo con patatas no hace falta irse hasta Tailandia.
─Claro. Pero es que este tenía la particularidad de que para confeccionarlo no precisaba ni de patatas ni de pollo, lo cual es muy importante para una persona vegana como yo, que jamás he conocido el sabor del pollo, y créame, estaba para chuparse los dedos.
─La creo. Sobre todo porque no habría otra cosa que chupar ─opinó irónicamente el hombre mientras se llevaba la mano a la boca.
─¡Es usted un faltón y un grosero!
─Sí, señorita, del barrio de Gros de toda la vida, para lo que se ofrezca.
─Pues como le iba diciendo ─continuó explicando la joven─, luego, por la tarde, vuelvo a tener otro curso de equilibrio…
─¡Ese sí que me vendría bien a mí! ─interrumpió de nuevo Eusebio.
─Los problemas de equilibrio ─apostilló Ana Rosa ─casi siempre tienen que ver con el oído interno.
─No se confunda, señora, lo mío no tiene nada que ver con el oído interno ni con el externo, sino con el odio que le tengo a mi suegra. Me desequilibra emocionalmente cada vez que la veo, y cuando eso sucede, "foca" es lo más bonito que la llamo.
─¡Encima, machista! ─sentenció Marisa.
─Si, señorita. Ya tuve un juicio por eso. Pero mire, no me condenaron por machista, sino por incomparecencia. Resultó que me citaron en la sala de vistas, y yo interpreté que se referían a la azotea, que era la planta que mejores vistas tenía, y entonces no llegué a tiempo a donde realmente se celebraba el juicio.
─¡Machista y zote!
─Azotea, azotea…
─No discutan ─intermedió Ana Rosa─. ¿Decías que aún tenías más cursos por la tarde?
─Sí, aún me quedaba el de lucidez mental…
─Por eso no se preocupe ─aseveró Eusebio─. ¡Lucidez mental tiene usted de cojones!
─¿¡Quiere dejar de molestar!? ¡Estoy hablando con la señora!
─¡Perdone, perdone! Ya la dejo tranquila, que a mí no me gusta meterme en varas de once camisas.
─Pues retomando el tema ─prosiguió Marisa─, aún me quedaba el curso de lucidez mental, el de macerar percebes, y luego, en mi casa, antes de cenar, la hidroterapia de colon, la gimnasia visual…
"Eso será que ve a un tipo haciendo gimnasia" ─pensó Eusebio, que en esta ocasión no se atrevió a abrir la boca.
─…y unos ejercicios de relajación controlada, que no sé muy bien quién controla, porque yo, no. Creo que hoy no me acuesto ni a las tres. Si no les importa, haré aquí mismo las prácticas de mimetización animal para ir ganando tiempo.
Marisa se sentó en el suelo adquiriendo la postura yóguica llamada sukhasana, y ante la perplejidad y asombro de sus acompañantes, comenzó a emitir unos sonidos guturales que recordaban al cacareo de una gallina.
─¿Sabe? ─intervino Eusebio, dirigiéndose a Ana Rosa─. Para no haber conocido el pollo, lo imita de maravilla.
─No conoció el pollo, pero seguro que conoció a hombres que no andaban mucho más lejos del corral.
